domingo, 22 de marzo de 2009

Quiero un único respiro...


Quiero un único respiro fuera del tiempo
No un suspiro, ni vacaciones en febrero,
Un respiro que sea libre como el viento
Que me encuentre sólo, eso quiero

Desatar los lazos que me oprimen
Me sacuden, me constriñen
Una acción verdaderamente redentora
Un centro, un camino, una proa

Transitar mi propia vida infinita
Simulacro del solitario mal gastado
Soporíferas acciones me limita
Siguiendo cansado, un río enmarañado

Intento, intento, intento,
No sé cómo las hojas pueden
Estar suspendidas tanto tiempo por el viento
Tampoco sé cómo suelen
Generar en su viaje tanto suspenso
Por más que lo pienso
Intento, intento, intento.

Y las huellas de los besos
Se van borrando y actualizando
En un hilarante proceso
Jugando, festejando, amando,
El ser es justamente eso
Besos que nos van quemando
Por fuera, o por dentro es siempre eso

Yo, un respiro que golpee el pecho,
Quiero
Un solo respiro en el cual diluir mi ser entero
Las hojas, los besos, el viento, el centro,
Una bocanada que me enseñe: qué es todo esto,
Eso quiero.

lunes, 9 de marzo de 2009

Una pesadilla (cuento)

Llegó el momento. Voy a contar lo que sucedió y espero no tener que repetir luego nada referido al tema. Quiero que sea está la única y última versión de mi muerte. He muerto, lo sé porque fui yo quien eligió ese destino, y si ahora narro la historia de mi muerte, es porque habito en otra realidad donde no existe la causalidad, ni el orden biológico de los cuerpos. Por eso puedo hoy morir y al instante --o quizás en millones de años--, contar, ya muerto, el momento exacto en que brazos alados volaron sobre mi como dos cuervos crueles para cubrirme de oscuridad.
Sé también que tú me oyes desde tu realidad. Donde mis palabras se las llevará, el humo blanco de la luz de la mañana; donde serán pisoteadas por tu estúpida incredulidad. Es decir, no las palabras sino a sus preciados significados. En tu sitio todo será banalizado por la mediocre razón, sin embargo, es aquí desde donde yo te hablo por una simple ilusión, o tal vez me mueve el horror de tener que contarte mi cruel final, que es el tuyo, y que no podrá ser borrado jamás por ningún calculo, ni por ningún dios, porque no hay paraíso para los que mueren para contarlo.
No es preciso hablar del tiempo cronológico en que comenzó todo, sólo que al levantarme de un sueño insoportable me sentí como cayendo desde un edificio, flotando en un vasto espacio como en un mar sin orillas, un lugar diferente al mío más bien pequeño y bien definido.
Lo peor no era llegar al piso, sino que , justamente, éste nunca aparecía: todo era un ir por el espacio sin saber hacía dónde, cuándo y cómo. Tampoco era angustia lo que sentía, no. El sentimiento que me despertó de mi profundo sueño, como de mi existencia, mas bien era desilusión, desesperanza, un andar en el desierto muerto de sed. Ya nada importaba, la vida era un cuarto desordenado implorándole al sol un rayo más de luz, y nada más.
Sentía la necesidad desperada de deshacerme de esa lanza que me apuñalaba imprevistamente, la tenía atravesada y eso era lo que más me estorbaba no poder quitármela del corazón, o del alma. No sé. Pero no sé porque en ese momento toda creencia convencional, toda idea sublime del alma no existía ya. No había dios, amor ni patria; ni persona individual, ni social, ni solidaridad, ni la necesidad de ayuda; todos los valores obtenidos por el hombre al lo largo de la historia, desde la música hasta la pintura, desde la religión hasta la humanidad, descendieron a ser un mísero bollo de papel que se consumía con el fuego de mis pensamientos, agitados, intensos, intranquilos. Sólo existía mi cuerpo y esa habitación miserable que me asfixiaba entre sus cuatros reducidas paredes. Sin embargo, salir afuera hubiese sido avivar más la llama de mis violentos sentimientos, porque afuera nada había que me calmase, al contrario, todo lo que allí encontraría, despertaría más mis ganas de matarme. Porque en ese momento aún conservaba, en esa habitación oscura y maldita, un margen de cordura. Cordura que una vez allá afuera, con la hostilidad de la gente, con su hipocresía, su incapacidad de expresar nada que sea realmente propio, con su manía de reproducir simplemente lo ajeno, se consumaría en odio. La gente rebasaría mis agrios sentimientos, y yo ya no sería nada más que un estorbo, un hombre en un mundo de dioses, o un esclavo en tierra de reyes. Así fue que decidí guardar esa pizca de calma en mi cuarto, recapacitando sobre qué había pasado: por qué después de 27 años de días rutinarios, unas pocas horas de sueño bastaron para tornar la simple realidad en un caos, y en un continuo sufrimiento que en ese momento, aún desorientado por el sueño, recién comenzaba a surgir, de manera progresiva en mí; haciéndome sentir algo menos que una cucaracha. Resolví que sólo debía esperar que el tiempo asesinara con las balas de los segundos mi tristeza. Metí llave a la puerta de mi habitación, me senté, y entre lagrimas dejé fluir todo lo malo que había en mí, como si el tiempo fuese un inmenso mar que llevase lejos mis penas. Pero nada de eso ocurría, por el contrario, más se habrían mis heridas. Recuerdo que entre tanto dolor huellas del sueño tenidos minutos antes empezaron a manifestarse en mi razón, como fantasmas que surgen de una vieja mansión. Eran, sin embargo, recuerdos vagos, desarticulados, que juntos no mostraban ningún sentido. Recordaba, una voz que hablaba de una muerte segura, de una habitación, de sufrimientos, y de odio. Veía imágenes tales como un rayo de luz colándose por la ventana de un cuarto muy reducido, y nada más. Esto es lo poco que pude descifrar del poco ejercicio que tenía mi razón en ese momento. Luego, en cuestiones de segundos, como un torrente frío y violento, sombríos sentimientos arrasaron con toda razón y con ella iba yo, mi cuerpo lo que fui, y ya no seré; lo que elegí dejar de ser a cambio de esta guerra y esta paz, de este lugar al que sólo puedes asomarte en reducidas oportunidades, y que muchos juzgan como lo irreal. A pesar de todo: del sudor, de la exaltación, del llanto, de la risa, del recuerdo imborrable que produce en la memoria, todos lo juzgan como algo que escapa a la experiencia, como un cuento ocasional, nadie ve la realidad. Y tú tampoco. Porque sé que aunque despiertes con un sentimiento amargo oprimiéndote las sienes, aunque experimentes la apuñalada de una lanza en medio del pecho, a pesar de que luego te quites, literalmente, la vida, tu, o sea yo, creerás que nada es real que todo fue un simple sueño, o una pesadilla.

sábado, 7 de marzo de 2009

Esperando el 6

Todo se entreteje. Estamos todos unidos por el mismo hilo. Sin extremo. Infinito. Es el mismo hilo. Gigante armatoste colorado. Me transportas a mi destino, que es el tuyo, porque yo te habito. Rojo como la sangre, en esta esquina donde muere el tiempo te espero.
Me miras, suspendes tus ojos en los míos por unos segundos, como queriendo hurtarle algo, tal vez tu salvación, porque me miras como pidiendo auxilio, no a mí, que no soy nadie, que solo te miro, pero tus ojos piden auxilios, mirando a la nada, perdiéndose en los míos.
Todo se mueve, el punto perfecto de la quietud es la muerte, ¿existe? No es un ideal. Todo se mueve unido por el mismo hilo.
Tú llevas las bolsas del supermercado que cuelgan ahí tensas en tus manos, como queriendo deshacerse sobre el suelo de piedras imperfectas, fragmentadas por el tiempo, de figuras hermosas que cambian: son las sombras arrojadas por el inmenso sol. En el imprevisto jamás visto, las bolsas quieren caerse a tus pies porque la colmas de alimentos. Veo una escoba sin su mástil, un manojo de acelga, unas papas, una caja de te, un paquete de yerba, y demás.
Veo que un pensamiento te lleva perdido entre toda esta gente, autista trauseaunte ensimismado, caminas por pura inercia de tus piernas, que te llevan, mientras a ti es tu pensamiento (¿una mujer, o problemas financieros, acaso?) el que te conduce, quien pierde tus ojos en el edén de tus ideales.
Señoras tristes, con ojos tristes, de hombros caídos, y silencios que son lagrimas andantes, flotantes, lamentables. Esperas también el autobús, "el que va a barrio La Loma", dices y falleces a la espera eterna, la siempre maldecida espera. Por sus ojos veo que la espera, aunque llegué el autobús que la lleva a La Loma, no cesará, siempre esperaran algo, la vida, quizás.
Mujer de brazos cruzados, bufes porque, dices, "hace rato estoy esperando". Estiras el cuello como una jirafa, exigiéndole a tu vista confundirse con el horizonte, como si con el pardo de tus ojos bastará, para que al fin llegue. Pero no, y vuelves a enredar tus brazos, bufes otra vez, y te sientas a mi lado y yo bailo al vaivén de tus piernas suspendidas en el aire a pocos centímetros del suelo.
Veo que se acerca el mío. Lleva un número 6, de panza redonda, estampado en su frente. Dejo por ahora la birome, la tinta cronista de este cúmulo de gente. Quizás después le vuelva a exigir los signos que hablen de la mujer que besa al bebé que, como un gran tesoro, sostiene en sus brazos, o haga una poesía al llanto de esa niña, o invente un cuento sobre los trozos de vida que se enredan en la parada de los colectivos, en donde estamos todos unidos por el mismo hilo. Sin extremos. Infinito. Es el mismo hilo. Llega...

miércoles, 4 de marzo de 2009

Día de lluvia

*

Miércoles 4 de marzo. Lluvia. ¡Y qué lluvia! Como dicen los periodistas: "copiosa". No sé por qué los periodistas a la hora de informar son tan pocos originales. Cuando hay un incendio dicen, "el siniestro", un asesinato "terrible" --sí el asesinado es empresario, sobre todo--, un accidente de tránsitos, "colisión" y cuando llueve "copiosa lluvia". Hay muchos adjetivos. Nos hemos adjudicados a lo largo del tiempo infinitas formas de transmitir el mismo significado, un inabordable sistema de sinónimos tan ricos, y sin embargo, todos los medios dicen "siniestro". ¡¿Qué carajo quiere decir siniestro?! Por qué no decir, "incendio", o simplemente "fuego", es más claro y menos "sofisticado".Cada vez me convenzo más de que los periodistas son de la misma estirpe que los curas que en misa te leen siempre la misma Biblia, una y otra vez, la misma.
En fin. Hoy es un día de lluvia. A la mañana, antes de salir a comprar las facturas para el desayuno y después de escuchar en la radio que estaba lloviendo "copiosamente", me quedé un rato contemplando la lluvia, esa melena de agua invisible posándose sobre los hombros de la ciudad. Parado, con el paraguas en la mano, en la galería del frente de mi casa, veía millones de gotas besar los techos, el asfalto, el césped, la cabeza de un niño que cruzaba corriendo, divertido, jugando con la lluvia. Llevaba un guardapolvos que antes había sido blanco, ahora, las chispas de barros le dan un aspecto más bello, menos insulso que su antigua blancura impecable. También vi a personas con oscuros e inmensos paraguas y por un instante llegué a dudar de la realidad. Creí que todo era un sueño: esa gente eran como mutantes producidos por mi inconscientes que los imaginaba sin cara, y con sombrillas en lugar de cabezas, pensé en algunas pinturas de René Magritte: tal vez ahora las estaría recordando, con leves modificaciones, en mi sueño. Yo, además, estaba a punto de convertirme en uno de ellos, en un personaje pintado por Magritte, no bien saldría a la lluvia y abriera el paraguas, mutaría a un hombre sin cara, con cabeza de sombrilla. Pero estaba el niño, él iba sin paraguas. Jugando con la lluvia: mostraba las palmas de sus pequeñas manos al cielo y esperaba la llegada de frescas gotas, jugaba a encerrarlas y llevárselas a su casa para seguir con el juego. Sin embargo, una vez que el niño se perdió en la esquina, la peregrinación de cabezas de sombrillas no cesaba, era como un tren infinito que jamás mostraba el último vagón. Pensé que el contraste entre el niño y las personas, era el del hombre socializado, por un lado, con todos sus miedos, dudas y preocupaciones; con sus automatismo, y la modernidad sobre sus cabezas, cubriéndolos de la lluvia, protegiéndolos de los caprichos de la naturaleza, es decir, de aquello que no se puede dominar. Y por otro lado aquel que ignora los engranes de la sociedad, aquel que aún cree que la imaginación es también la realidad, que convierte a la lluvia en un suceso único, y no teme que su pureza lo cubra, al contrario, es ésta la principal condición para sentirse alegre con el agua, con la naturaleza. Sabe, además, que sus padres --ellos también llevan paraguas--, lo van a recibir con un reto por llegar "todo empapado", pero no tiene miedo, no cree en las consecuencias, sólo vive el presente, en donde es feliz, o por lo menos se siente alegre.
Seguro de la oposición de esos planos tan distantes, tan definidos, me sentí del lado de los hombres con cabeza de sombrillas y el chico que hay en mí, sintió envidia de no poder salir a recolectar, igual que aquél niño, las gotas de la lluvia. En la lugar de agua yo tenia en mis manos, en el plano social, algo para protegerme de ella: un paraguas, una prevención al juego, un signo del sistema contaminando mi alma. Un miedo innecesario.
Los miedos de los niños son realmente sentimientos: miedo a la oscuridad, a una mascara que deforma el rostro, a un animal peligroso. Los miedos de la sociedad, en cambio, son puro invento. El miedo a la lluvia, por ejemplo, nos hace llevar paraguas no sólo cuando está lloviendo sino también cuando esta nublado por-si-las-dudas. Tememos al agua, nos da miedo mojarnos. Pero más temor nos produce que algo nos sorprenda en plena rutina. Por eso el paraguas cuando las nubes se concentran cubriendo la cara del sol.
--¡Qué estupidez! --Dice el niño que habita en mí. Aquel que cuando llovía no sólo salía a mojarse gustoso, sino a embarrarse también. A zambullirse en los charcos de agua, sin miedo a la golpiza segura de mis padres que castigaban mi alegría. Ese niño, como deshago de esos años en que se condenaba su libertad, tiró el paraguas a un lado y me empujo a la calle, a caminar las dos cuadras que me separan de la panadería abrazado por la lluvia, por sus inmensas manos de agua. Me moje realmente mucho, pero sentía una alegría inocente, un poco infantil. De eso se tratataba. Pero sólo fue ese tramo, porque debía comprar mis facturas, debía cumplir con la misma transacción obligada de todas las mañanas, debía desayunar a tiempo, porque ya no soy un chico, ya nadie me traen el desayuno a la cama.