Llegó el momento. Voy a contar lo que sucedió y espero no tener que repetir luego nada referido al tema. Quiero que sea está la única y última versión de mi muerte. He muerto, lo sé porque fui yo quien eligió ese destino, y si ahora narro la historia de mi muerte, es porque habito en otra realidad donde no existe la causalidad, ni el orden biológico de los cuerpos. Por eso puedo hoy morir y al instante --o quizás en millones de años--, contar, ya muerto, el momento exacto en que brazos alados volaron sobre mi como dos cuervos crueles para cubrirme de oscuridad.
Sé también que tú me oyes desde tu realidad. Donde mis palabras se las llevará, el humo blanco de la luz de la mañana; donde serán pisoteadas por tu estúpida incredulidad. Es decir, no las palabras sino a sus preciados significados. En tu sitio todo será banalizado por la mediocre razón, sin embargo, es aquí desde donde yo te hablo por una simple ilusión, o tal vez me mueve el horror de tener que contarte mi cruel final, que es el tuyo, y que no podrá ser borrado jamás por ningún calculo, ni por ningún dios, porque no hay paraíso para los que mueren para contarlo.
No es preciso hablar del tiempo cronológico en que comenzó todo, sólo que al levantarme de un sueño insoportable me sentí como cayendo desde un edificio, flotando en un vasto espacio como en un mar sin orillas, un lugar diferente al mío más bien pequeño y bien definido.
Lo peor no era llegar al piso, sino que , justamente, éste nunca aparecía: todo era un ir por el espacio sin saber hacía dónde, cuándo y cómo. Tampoco era angustia lo que sentía, no. El sentimiento que me despertó de mi profundo sueño, como de mi existencia, mas bien era desilusión, desesperanza, un andar en el desierto muerto de sed. Ya nada importaba, la vida era un cuarto desordenado implorándole al sol un rayo más de luz, y nada más.
Sentía la necesidad desperada de deshacerme de esa lanza que me apuñalaba imprevistamente, la tenía atravesada y eso era lo que más me estorbaba no poder quitármela del corazón, o del alma. No sé. Pero no sé porque en ese momento toda creencia convencional, toda idea sublime del alma no existía ya. No había dios, amor ni patria; ni persona individual, ni social, ni solidaridad, ni la necesidad de ayuda; todos los valores obtenidos por el hombre al lo largo de la historia, desde la música hasta la pintura, desde la religión hasta la humanidad, descendieron a ser un mísero bollo de papel que se consumía con el fuego de mis pensamientos, agitados, intensos, intranquilos. Sólo existía mi cuerpo y esa habitación miserable que me asfixiaba entre sus cuatros reducidas paredes. Sin embargo, salir afuera hubiese sido avivar más la llama de mis violentos sentimientos, porque afuera nada había que me calmase, al contrario, todo lo que allí encontraría, despertaría más mis ganas de matarme. Porque en ese momento aún conservaba, en esa habitación oscura y maldita, un margen de cordura. Cordura que una vez allá afuera, con la hostilidad de la gente, con su hipocresía, su incapacidad de expresar nada que sea realmente propio, con su manía de reproducir simplemente lo ajeno, se consumaría en odio. La gente rebasaría mis agrios sentimientos, y yo ya no sería nada más que un estorbo, un hombre en un mundo de dioses, o un esclavo en tierra de reyes. Así fue que decidí guardar esa pizca de calma en mi cuarto, recapacitando sobre qué había pasado: por qué después de 27 años de días rutinarios, unas pocas horas de sueño bastaron para tornar la simple realidad en un caos, y en un continuo sufrimiento que en ese momento, aún desorientado por el sueño, recién comenzaba a surgir, de manera progresiva en mí; haciéndome sentir algo menos que una cucaracha. Resolví que sólo debía esperar que el tiempo asesinara con las balas de los segundos mi tristeza. Metí llave a la puerta de mi habitación, me senté, y entre lagrimas dejé fluir todo lo malo que había en mí, como si el tiempo fuese un inmenso mar que llevase lejos mis penas. Pero nada de eso ocurría, por el contrario, más se habrían mis heridas. Recuerdo que entre tanto dolor huellas del sueño tenidos minutos antes empezaron a manifestarse en mi razón, como fantasmas que surgen de una vieja mansión. Eran, sin embargo, recuerdos vagos, desarticulados, que juntos no mostraban ningún sentido. Recordaba, una voz que hablaba de una muerte segura, de una habitación, de sufrimientos, y de odio. Veía imágenes tales como un rayo de luz colándose por la ventana de un cuarto muy reducido, y nada más. Esto es lo poco que pude descifrar del poco ejercicio que tenía mi razón en ese momento. Luego, en cuestiones de segundos, como un torrente frío y violento, sombríos sentimientos arrasaron con toda razón y con ella iba yo, mi cuerpo lo que fui, y ya no seré; lo que elegí dejar de ser a cambio de esta guerra y esta paz, de este lugar al que sólo puedes asomarte en reducidas oportunidades, y que muchos juzgan como lo irreal. A pesar de todo: del sudor, de la exaltación, del llanto, de la risa, del recuerdo imborrable que produce en la memoria, todos lo juzgan como algo que escapa a la experiencia, como un cuento ocasional, nadie ve la realidad. Y tú tampoco. Porque sé que aunque despiertes con un sentimiento amargo oprimiéndote las sienes, aunque experimentes la apuñalada de una lanza en medio del pecho, a pesar de que luego te quites, literalmente, la vida, tu, o sea yo, creerás que nada es real que todo fue un simple sueño, o una pesadilla.