miércoles, 4 de marzo de 2009

Día de lluvia

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Miércoles 4 de marzo. Lluvia. ¡Y qué lluvia! Como dicen los periodistas: "copiosa". No sé por qué los periodistas a la hora de informar son tan pocos originales. Cuando hay un incendio dicen, "el siniestro", un asesinato "terrible" --sí el asesinado es empresario, sobre todo--, un accidente de tránsitos, "colisión" y cuando llueve "copiosa lluvia". Hay muchos adjetivos. Nos hemos adjudicados a lo largo del tiempo infinitas formas de transmitir el mismo significado, un inabordable sistema de sinónimos tan ricos, y sin embargo, todos los medios dicen "siniestro". ¡¿Qué carajo quiere decir siniestro?! Por qué no decir, "incendio", o simplemente "fuego", es más claro y menos "sofisticado".Cada vez me convenzo más de que los periodistas son de la misma estirpe que los curas que en misa te leen siempre la misma Biblia, una y otra vez, la misma.
En fin. Hoy es un día de lluvia. A la mañana, antes de salir a comprar las facturas para el desayuno y después de escuchar en la radio que estaba lloviendo "copiosamente", me quedé un rato contemplando la lluvia, esa melena de agua invisible posándose sobre los hombros de la ciudad. Parado, con el paraguas en la mano, en la galería del frente de mi casa, veía millones de gotas besar los techos, el asfalto, el césped, la cabeza de un niño que cruzaba corriendo, divertido, jugando con la lluvia. Llevaba un guardapolvos que antes había sido blanco, ahora, las chispas de barros le dan un aspecto más bello, menos insulso que su antigua blancura impecable. También vi a personas con oscuros e inmensos paraguas y por un instante llegué a dudar de la realidad. Creí que todo era un sueño: esa gente eran como mutantes producidos por mi inconscientes que los imaginaba sin cara, y con sombrillas en lugar de cabezas, pensé en algunas pinturas de René Magritte: tal vez ahora las estaría recordando, con leves modificaciones, en mi sueño. Yo, además, estaba a punto de convertirme en uno de ellos, en un personaje pintado por Magritte, no bien saldría a la lluvia y abriera el paraguas, mutaría a un hombre sin cara, con cabeza de sombrilla. Pero estaba el niño, él iba sin paraguas. Jugando con la lluvia: mostraba las palmas de sus pequeñas manos al cielo y esperaba la llegada de frescas gotas, jugaba a encerrarlas y llevárselas a su casa para seguir con el juego. Sin embargo, una vez que el niño se perdió en la esquina, la peregrinación de cabezas de sombrillas no cesaba, era como un tren infinito que jamás mostraba el último vagón. Pensé que el contraste entre el niño y las personas, era el del hombre socializado, por un lado, con todos sus miedos, dudas y preocupaciones; con sus automatismo, y la modernidad sobre sus cabezas, cubriéndolos de la lluvia, protegiéndolos de los caprichos de la naturaleza, es decir, de aquello que no se puede dominar. Y por otro lado aquel que ignora los engranes de la sociedad, aquel que aún cree que la imaginación es también la realidad, que convierte a la lluvia en un suceso único, y no teme que su pureza lo cubra, al contrario, es ésta la principal condición para sentirse alegre con el agua, con la naturaleza. Sabe, además, que sus padres --ellos también llevan paraguas--, lo van a recibir con un reto por llegar "todo empapado", pero no tiene miedo, no cree en las consecuencias, sólo vive el presente, en donde es feliz, o por lo menos se siente alegre.
Seguro de la oposición de esos planos tan distantes, tan definidos, me sentí del lado de los hombres con cabeza de sombrillas y el chico que hay en mí, sintió envidia de no poder salir a recolectar, igual que aquél niño, las gotas de la lluvia. En la lugar de agua yo tenia en mis manos, en el plano social, algo para protegerme de ella: un paraguas, una prevención al juego, un signo del sistema contaminando mi alma. Un miedo innecesario.
Los miedos de los niños son realmente sentimientos: miedo a la oscuridad, a una mascara que deforma el rostro, a un animal peligroso. Los miedos de la sociedad, en cambio, son puro invento. El miedo a la lluvia, por ejemplo, nos hace llevar paraguas no sólo cuando está lloviendo sino también cuando esta nublado por-si-las-dudas. Tememos al agua, nos da miedo mojarnos. Pero más temor nos produce que algo nos sorprenda en plena rutina. Por eso el paraguas cuando las nubes se concentran cubriendo la cara del sol.
--¡Qué estupidez! --Dice el niño que habita en mí. Aquel que cuando llovía no sólo salía a mojarse gustoso, sino a embarrarse también. A zambullirse en los charcos de agua, sin miedo a la golpiza segura de mis padres que castigaban mi alegría. Ese niño, como deshago de esos años en que se condenaba su libertad, tiró el paraguas a un lado y me empujo a la calle, a caminar las dos cuadras que me separan de la panadería abrazado por la lluvia, por sus inmensas manos de agua. Me moje realmente mucho, pero sentía una alegría inocente, un poco infantil. De eso se tratataba. Pero sólo fue ese tramo, porque debía comprar mis facturas, debía cumplir con la misma transacción obligada de todas las mañanas, debía desayunar a tiempo, porque ya no soy un chico, ya nadie me traen el desayuno a la cama.

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