domingo, 25 de enero de 2009

Piedra libre (cuento breve)

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A la memoria del maestro Carlos Fuentealba
Cuando el maestro arrojó la piedra no pensó ni por un momento su destino exacto. Sólo sabía que iba dirigida al enemigo: la policía. Soltó la piedra en dirección a la muralla de escudos que escondía prolijos uniformes azules. La pared de humo provocada por los gases lacrimógenos, sumado al sol del medio día, deformaba los cuerpos, los mostraba casi como un espejismo, como una ola de mar avanzando arrogante. De eso había que defenderse, había que resistir espacio, esquivar balas, gritarle a esa nube negra que avecina la tormenta, había que arrojar piedras. Cuando el maestro juntó la suya (antes la había buscado, la había elegido entre otras más pequeñas) la sostuvo en su mano y sintió que era perfecta. Mientras esperaba que el humo espeso se disipara y le devolviera a su campo visual el lugar preciso donde debía arrojarla pudo decodificar entre todos los gritos uno en especial, en medio del caos encontró orden en unas palabras proferidas por la voz de una mujer: "allá Carlos, allá están" exclamaban, y ¡zas! Con una fuerza que venía desde adentro, desde esos sentimientos que llevaron a los personajes de Shakespeare a la tragedia, el maestro lanzó la piedra.
Solamente el azar, y también un poco el impulso y la dirección del viento --a pesar de la leve brisa caliente--, podían definir el destino final del proyectil rocoso. Cuando el maestro la liberó de su mano derecha se sintió aliviado, no sólo por el peso de ésta, que efectivamente era considerable, sino que también se aliviano un poco de la desgracia de ser un maestro de escuela: vio en esa piedra una obra bellísima, un grito de desahogo convertido en acción directa, instintiva e imprevista cuando la protesta se hace con guardapolvos blancos. Pensó que unos días antes con ese mismo guardapolvo, les había enseñado a sus alumnos que en la época paleolítica la piedra era el único medio del que disponía el hombre para construir herramientas que luego utilizaba para liberarse de las necesidades más elementales... etc. Esta reflexión, en medio del humo, y ahora de los estruendos de balas, le provocó una ligera risotada. Mientras tanto la piedra comenzaba a subir hacía el cielo limpio de nubes. A pesar de que ésta no llegaba a distinguirse de entre las demás, el maestro la siguió con la vista atenta, la vio deformarse por la velocidad que le imprimió su fuerza al lanzarla, y convertirse luego en una especie de estrella fugaz blanquecina. La observó por un momento suspendida en el aire como una nube pequeña. Su gris pardo se deslizaba velozmente en el espacio y su textura sinuosa y áspera (el maestro recordaba la sensación que le había provocado cuando la sostuvo en su mano) contrastaba con la perfecta suavidad del celeste cielo. Finalmente, antes de correr a refugiase, al maestro le llamó la atención que la piedra al traspasar la inmensa pared de humo se perdiera de vista y desapareciera hasta el extremo de serle imposible ver donde iba a llegar. "La puta madre. Ahora nunca voy a saber si sirvió para algo mi piedra", pensó mientras corría sin saber con certeza a dónde lo llevaban sus intrépidos pies.
La mujer que un momento antes le había alertado el lugar donde debía arrojar su piedra lo llamaba a gritos, agitando con gran esfuerzo, sobre su cabeza las manos para que el maestro la viera ya que por el estrépito sordo que producían las balas de los policías todo era un caos de gritos de todo tipo, entre los cuales los de terror eran los que más se oían. Cuando el maestro vio que la mujer estaba oculta detrás de una pared medio construir pensó "allí puedo conseguir varías piedras" y se dirigió al lugar.
La mujer era su compañera de trabajo en la escuela donde ambos enseñaban. A pesar de que en su juventud no estudiaron juntos, cuando comenzaron la enseñanza se hicieron grandes amigos. Eran tan inseparables que en la escuela todos daban por seguro algo más que una amistad, sin embargo nada de eso ocurría. Si bien el maestro en varías oportunidades la había invitado a verse fuera de la profesión, nunca se había animado a decirle que era realmente hermosa. Ahora mientras se dirigía a donde ella lo esperaba, en medio del humo y los estruendos de armas, le surgió un tierno sentimiento al notar cómo sus ojos pardos lo miraban, cómo lo llamaban excesivamente abiertos como si no tuvieran párpados, y se había jurado (todo esto mientras completaba los 70 metros que lo separaban de ella) que luego de esta travesía le diría sin censura lo bonita que estaba en ese momento.
Mientras la piedra seguía deslizándose en el aire, la mujer seguía gritando y los policías disparando, el maestro corría aterrado. Ahora su única preocupación era no morir por una bala. Como era un hombre sedentario, que se pasaba la mayor parte del tiempo leyendo y corrigiendo los trabajos de sus estudiantes, sus piernas empezaron a manifestar, con un dolor tenso y duro, el ejercicio que le exigía la huida, a la par que su pecho se agitaba como un gato dentro de una bolsa arpillera. Sin embargo tenía la ventaja de que sus piernas eran largas, ya que era un hombre excepcionalmente alto (lo que le había costado apodos provenientes del ingenio de sus alumnos), y aunque por un lado el dolor era cada vez más intenso, y sentía también un leve calambres, por el otro tenía la esperanza de que no tardaría mucho tiempo en llegar donde la mujer, (que lo esperaba sin poder salir detrás de la tapia), le gritaba "dale Carlos que están disparando con balas de plomo". Al maestro está noticia le provocó un pavor sólo comparable con el correr de una lagartija subiendo por el interior de su alto cuerpo --desde los pies hasta la cabeza-- que le erizaba hasta los pelos enmarañados de su tupida barba.

Por su aspecto físico el policía no aparentaba sus 21 años. Debajo de sus hombros amplios tenía una caja toráxico robusta y tosca, además sus grandes pies sostenían cuerpo casi de dos metros de altura, por lo que en varías oportunidades le decían, de modo cariñoso, "Chiquito". Su profesión de policía se la había inculcado su padre quien había pasado por la institución sin destacarse demasiado. Por ello su hijo tenía las ansias de poder otorgarle al apellido el prestigio que su progenitor no había logrado.
En realidad el policía era, sólo un ansioso estudiante que contaba los días para recibirse, pues, en efecto, le faltaban unos pocos meses para hacerlo. Su paso por la escuela de policía era destacable. Sus notas eran las mayorías de las veces muy elevadas y su respeto por el orden y el deber, intachable. Todos estos esmeros individuales como estudiante, sin embargo, no fueron tenidos en cuenta por el comisario cuando éste hizo el siguiente razonamiento: "se necesitan refuerzos para reprimir a los maestros y como no los hay, busquemos a los estudiantes que están a punto de graduarse. Todos, sin excepción alguna, son los indicados."
"¡Andá a buscarlos", había gritado el comisario. "Así se van a ser hombres", decía orgulloso de su decisión no muy original.
Por lo único que se preocupaba el policía era por esquivar las piedras. A pesar de que llevaba un arma cargada, no debía disparar, de esto se ocuparían los policías ya viejos, con alta experiencia en el asunto. Sólo debía avanzar en dirección al caos para imponer el orden; en medio de la amplia avenida, con un sol cada vez más arriba, avanzar. Como entre ambas columnas, la de las piedras y las de las balas, se levantaba una pared de humo muy gruesa, el policía veía nacer de ella piedras de todos los tamaños y colores, sin saber quien las arrojaba. Brotaban del espacio como pequeños meteoritos. Aunque el problema no era éste, sino avanzar, ya que mientras lo hacía, más difícil se hacía esquivar las piedras que llegaban cada vez más rápidas y de más cerca, o tal vez era ésta una alucinación producida por el miedo que el policía tenía en ese momento, y que lo obligó a ceder a un poco de desobediencia, a liberar el instinto de supervivencia. Así fue que retrocedió un paso, se separó de la fila para poder observar mejor la dirección de las piedras. Pensó que si contaba con un poco más de espacio podría cubrirse mejor de la lluvia de piedras. Su compañero de la fila cuando no lo sintió más a su lado se dio cuenta de la maniobra.
--¿¡Qué hacés Chiquito!? ¿Sos boludo? Te la van a poner. ¡Volvé acá!
--¡Apurate Carlos, que vienen de todos lados!
--Callate. Acá es más seguro. Vas a ver. Date vuelta y seguí avanzando!
--¡Mejor tirate al suelo. Si corrés así no vas llegar vivo.
--¡No! Vení.
--¡Se me están acalambrando las piernas!
--Soltame. ¡Correte boludo que viene...¡Ayyy! La conch...
"¡Pum!"
--¡Por eso mejor tirate al suelo te digo!
--¡Ah!
--Se me escapó boludo. ¿Estás bien?
--¡Noooooooo, Carlos!
Al caer al negro asfalto la piedra encontró su destino natural, el lugar donde vuelven a pasar inadvertidas para el hombre, a menos, claro, que éste al no encontrar soluciones razonables a sus problemas, las vuelva a necesitar para transitar, por pura melancolía prehistórica, el camino de la violencia.
walter fabian gomez (fabi_11g@hotmail.com)

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